lunes, 23 de junio de 2008

Una noche cualquiera, a las 23:38

Ya tenía que haber llamado.
Miró a su alrededor y esta vez percibió de forma distinta la casa que la había cobijado durante toda su vida: los manteles de ganchillo en cada mesita, el jarrón con hortensias moradas a la entrada, los cojines perfectamente colocados sobre el sofá... Se sentía orgullosa de mantener su hogar impecable, como un símbolo de su perfección, una perfección que ahora mismo nadie podía admirar. Fijó su mirada sobre el teléfono. Su hija Ana siempre la llamaba a las once de la noche, antes de que comenzara su función de teatro. Esa dichosa obra era la culpable de que ella se fuera de casa meses atrás. Su habitación aun guardaba el olor dulzón de su perfume… Entraba allí de vez en cuando, en esos momentos en los que la casa se le hacía demasiado grande para una sola persona con tantos recuerdos sobre las paredes. Si Tomás estuviera aquí todo sería distinto… Todavía le costaba darse cuenta de que esto no era algo pasajero; Ana no entraría por la puerta pidiendo perdón por llegar tarde, arrojando excusas o mentiras piadosas que la libraran de un posible castigo; ni Tomás la regañaría cariñosamente por su retraso, soltando una vez más el sermón de la puntualidad, o el de la sinceridad…
Éste era el principio de su nueva vida, una peor, sin duda, en la que tendría que aprender a estar sola, como ahora mismo. Nadie que admirara su perfección, nadie que le secara la lágrima que surcaba las arrugas de su mejilla… No se oía ni un solo ruido, excepto el tic-tac del reloj de cuco del salón. Eran las doce menos cuarto.
¿Qué estaría haciendo en aquel instante para olvidarse de llamar?

viernes, 13 de junio de 2008

Una noche cualquiera, a las 23:27 (1)

ÉL está en la azotea, fumando un cigarro. Es de noche y hace frío, pero el simple acto de mirar el tráfico pasar le entretiene, le aleja de lo que tendría que estar pensando ahora mismo, de la decisión que tendría que tomar cuanto antes. El cielo está encapotado, no puede asomarse ni el simple y lejano parpadeo de una estrella.
Llega ELLA, tapada con un jersey de lana blanca, con el pelo revuelto y los ojos llorosos.

ELLA: Pensé que te habrías ido.
ÉL (sin apartar la vista de la calle): Ya ves que no…

Guardan silencio, cada uno dirigiendo la mirada hacia un lado de la ciudad.

ELLA: No sé qué quieres que diga…
ÉL: No tienes porqué decir nada, realmente casi sería mejor dejar las cosas como están.
ELLA: No quiero que esto termine así. Siento lo que dije antes, ya sabes que cuando me cabreo hablo sin pensar.
ÉL: (gira la cabeza y la mira) Creo que es al revés, que cuando te cabreas te atreves a decir lo que realmente piensas.

ELLA baja la cabeza.

ÉL: Sólo me jode que no me lo hayas dicho antes.
ELLA: No estaba segura de lo que sentía.
ÉL: Claudia, no me sigas mintiendo. Llevas con esto en la cabeza desde hace semanas. ¿Crees que no había notado nada? Cuando alguien deja de quererte te besa de otra manera. Y tú llevas dos días sin rozarme los labios.

A ELLA se le caen un par de lágrimas por la cara.

ELLA: …lo siento…

ÉL extiende su mano y le acaricia la mejilla.

ÉL (susurrando): No pasa nada... Yo tengo la culpa tanto como tú, estos días mis labios tampoco han rozado los tuyos… No estoy enfadado contigo, sino conmigo, por no saber quererte y hacerme querer...
Anda, vamos dentro, que hace frío y, además, la vecina cotilla de enfrente no deja de mirarnos.

ELLA (con una tímida sonrisa en su cara): No seas malo, ya sabes que está muy sola y no debe tener nada más que hacer que pasarse el día mirando por la ventana…



Mientras cerraba las cortinas les vio salir de la terraza medio abrazados y pensó en lo bonitas que son las reconciliaciones nocturnas, aunque fuera sin estrellas. Se alejó del balcón y miró el reloj: las 23:38. Ya tenía que haber llamado.

domingo, 1 de junio de 2008

El vagón número cuatro

Se sentó en el borde de la cama y dejó su mirada vagar por la habitación. Necesitaba llegar a casa para robarle al día un momento como ése. Quizá demasiadas horas sin dejar de pensar en él hacían que se olvidara de que el atardecer no iba a esperar a que ella pudiera seguir adelante. La idea de que, por atender demasiado a un imposible se estaba perdiendo otras cosas más importantes, ardía en su estómago cada vez que hacía el trayecto de vuelta. Porque cada día, o cada noche, la sensación de contrariedad le invadía en el vagón número cuatro. Aún no había adivinado si era la rapidez con la que el paisaje pasaba por delante de sus ojos, si tal vez influía el silencio acordado de los pasajeros o la cabezonería del itinerario resabido que nunca se alejaba ni un milímetro de las vías. Todo el conjunto provocaba que su ánimo se demoliera aún más, y en cada parada la espalda se le cargara de intentos fallidos, en los que ella no supo manejar la situación o en los ella se dejó manejar tanto como una marioneta pelirroja de trapo. Y esta vez el esquema se repetía a la perfección. Aunque al principio quisiera verlo como diferente, en el fondo siempre supo que se trataba de otro ‘imposible’ más, uno nuevo para añadir a la colección de las historias que nunca fueron más que en sueños. ¿Qué más necesitaba para apartar el asunto a un lado? … Tenía las ganas de abandonar durante un tiempo la dependencia de lo caprichoso; quería descansar y no tener que pensar siempre en las segundas intenciones de cada respiración y planear la respuesta atenta, con la sonrisa adecuada y el movimiento perfecto, que nunca era lo suficientemente perfecto; le apetecía librarse de esa sensación de hastío y de fracaso por empeñarse en cosas que no la llevaban a ninguna parte, excepto al vagón número cuatro, donde se le acumulaban los porqués que no había aprendido a responder a tiempo. Por mucho que lo intentara, no podía convencerse a sí misma de que no había causas para todo, que no siempre puedes pedir explicaciones al otro de por qué no te quiere querer.