domingo, 28 de diciembre de 2008

Unas cuantas horas y las dudas comenzaron a molestarle en el lado racional de su cabeza, con preguntas tontas y rumores improvisados para hacerle creer que podría deshacerse del amor en la última tormenta del año. De momento, dos besos enterrados en la carretera, bajo la nieve, no llegaron nunca a saberse ciertos y otros cuantos acabaron perdidos por los cables de la luz. En el área de servicio se dejó olvidadas las mañanas que sin salir de la cama se convirtieron en noches y tampoco se dio cuenta de que en la gasolinera las caricias furtivas de la primera despedida se salían del maletero. Lo que sí vio, pero dejó escapar adrede, fueron los mensajes con promesas cursis que llegaban a derretirle cada madrugada. Mientras, las canciones dedicadas que se mandaban uno a otro se mezclaban en la radio del coche con las listas prefabricadas de las emisoras y la lluvia conseguía por fin llevarse el agua de las duchas compartidas que hacían eso de enjabonarse una tarea que requería concentración.
Cientos de kilómetros después, cuando pensaba que había despachado todo aquello que podría causarle una milésima de melancolía, se dio cuenta de que todavía le quedaba una cosa de la que ocuparse: su nombre. Escrito a lo largo del parabrisas, entre las gotas que habían resistido los adelantamientos y esa niebla que queda entre los cristales, las mayúsculas dibujaban las letras de un lado a otro. No entendía porqué le costaba tanto esfuerzo apretar el botón que en un suspiro podía borrarlo, pero ese nombre había conseguido significar tanto en tan poco tiempo que se preguntó si de verdad quería acabar con él. Entonces, por los conductos de ventilación comenzó brotar el olor de su perfume, delicado, ligero, el aroma que solía quedarse impregnado en las sábanas de colores cada vez que su cuerpo le regalaba media hora más de calor. Sólo le hicieron falta dos respiraciones para arrancar y dar media vuelta. Si se daba prisa, los besos y las mañanas nocturnas seguirían esperando un nuevo dueño en la carretera.

miércoles, 17 de diciembre de 2008

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Hoy hace demasiados días que llueve, justo hoy. Hoy es el día en el que ya no cabe más agua en las alcantarillas, la lluvia acaba destiñendo las fachadas blancas de la calle y las aceras dejan de ser aceras y son pequeños canales sobre los que la gente parece bailar al ir saltando de charco en charco... Hoy no quiero nada, y vuelvo a perderme entre caprichos y rabietas… y no soy capaz de dar una zancada más grande para evitar el riachuelo que corre por la calle, y entonces acabo mojándome, y los calcetines de rayas vuelven a dormir sobre del radiador que arde.
Vaya, y yo pensaba que ya no era una niña.