lunes, 23 de junio de 2008

Una noche cualquiera, a las 23:38

Ya tenía que haber llamado.
Miró a su alrededor y esta vez percibió de forma distinta la casa que la había cobijado durante toda su vida: los manteles de ganchillo en cada mesita, el jarrón con hortensias moradas a la entrada, los cojines perfectamente colocados sobre el sofá... Se sentía orgullosa de mantener su hogar impecable, como un símbolo de su perfección, una perfección que ahora mismo nadie podía admirar. Fijó su mirada sobre el teléfono. Su hija Ana siempre la llamaba a las once de la noche, antes de que comenzara su función de teatro. Esa dichosa obra era la culpable de que ella se fuera de casa meses atrás. Su habitación aun guardaba el olor dulzón de su perfume… Entraba allí de vez en cuando, en esos momentos en los que la casa se le hacía demasiado grande para una sola persona con tantos recuerdos sobre las paredes. Si Tomás estuviera aquí todo sería distinto… Todavía le costaba darse cuenta de que esto no era algo pasajero; Ana no entraría por la puerta pidiendo perdón por llegar tarde, arrojando excusas o mentiras piadosas que la libraran de un posible castigo; ni Tomás la regañaría cariñosamente por su retraso, soltando una vez más el sermón de la puntualidad, o el de la sinceridad…
Éste era el principio de su nueva vida, una peor, sin duda, en la que tendría que aprender a estar sola, como ahora mismo. Nadie que admirara su perfección, nadie que le secara la lágrima que surcaba las arrugas de su mejilla… No se oía ni un solo ruido, excepto el tic-tac del reloj de cuco del salón. Eran las doce menos cuarto.
¿Qué estaría haciendo en aquel instante para olvidarse de llamar?

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