martes, 25 de noviembre de 2008

365 días, dos otoños

Me acuerdo de aquel día, un domingo perdido y ventoso de noviembre (porqué será que últimamente todo tiene que girar en torno al domingo…), cuando pensé que no había nada que perder y me decidí a apretar el botón de ‘aceptar’, a conversar conmigo misma confiando en que no me decepcionaría demasiado si la charla acababa resultando aburrida, irregular o poco estimulante… No sé qué ha pasado y que ha dejado de pasar entre esa tarde y hoy, y creo que no me voy a parar a leer los párrafos de cada mes para averiguarlo. Me gusta más pensar en los que dentro de un año se acumularán en la columna de la derecha, los que entonces preferiré no leer para que continúen siendo como los recuerdo, sigilosos y modestos, pero sin cesar en su intento de describir sensaciones que no se contentan con hibernar en la piel y que acaban invadiendo el teclado.

Por si no te acuerdas de él te dejo aquí el primer otoño, porque no viene mal echar la vista atrás cuando el presente te promete mucho más de lo que te puede ofrecer un día borrado ya en el calendario… Mientras, ahora todavía se desliza nuestro segundo otoño, suavemente, entre tranvías y noches sin dormir.
domingo 25 de noviembre de 2007
Viento de otoño
Quizá el viento que hoy sopla en la ciudad ayude a que tus palabras vuelen hacia mí o que las mías se queden contigo si tu camino casualmente ha pasado por aquí. Los remolinos que forman las hojas secas bailando en la acera envuelven las sílabas, el jersey de punto que te abriga también acaricia los versos cuando se atreven a dejar tu boca y la taza de té caliente que sujetan tus manos hace más difícil que las poses sobre el teclado y te decidas a hablarme. No pasa nada, aún queda otoño por delante para que acerques tu voz sin miedo a que el viento se la lleve volando al País de Nunca Jamás.
PD: Gracias por seguir haciendo que tu voz vuele hasta aquí, arriesgándote a que cocodrilos o piratas se la lleven, y por dejar que la mía llegue hasta ti...

sábado, 22 de noviembre de 2008

Pétalos imapres

Miró la pequeña pantalla justo cuando cambiaba de número: 62. La mañana se hacía demasiado larga los viernes, como si alguien trucara el reloj para que el fin de semana fuera una recompensa que se acercaba a cámara lenta.
- ¿Me das una docena de rosas?
La pregunta la sacó de sus pensamientos y la devolvió al lugar que pisaban sus pies, rodeados de tallos rotos y espinas cortadas.
- ¿De qué color?
- Rojas
Aún le costaba comprender que existieran floristerías a modo de centro comercial, en las que la gente se agolpaba frente al mostrador y sólo se podía organizar a la clientela por número, como si los pétalos pudieran venderse por gramos… Envolvió las flores con el papel acartonado con rapidez, sin mirarlas, porque sus manos podían reproducir ese gesto sin pensarlo.
Otro número más. 63.
- ¿Tenéis margaritas amarillas?
Quizá lo que hoy le creaba esa antipatía hacia todo lo rutinario era saberse atrapada en un nuevo tropezón y no tener ni idea de cómo iba a levantarse. Demasiadas dudas para aclararlas entre el mostrador y la trastienda.
Cambio en la pantalla. 64.
- Estaba buscando una planta de interior, pero que no sea demasiado grande…
Seguía guardando dentro aquello de lo que había intentado desprenderse a lo largo de los últimos cuatro septiembres. Dejó de buscar precios en el catálogo y respiró profundamente. Los olores de las plantas la tranquilizaron y sus manos se relajaron al acariciar el jarrón con agua fría que contenía un par de hortensias violetas.
65.
- ¿Por qué no me dejas que te quiera?

miércoles, 19 de noviembre de 2008

Ratones de campo y ciudad

Con papel verde y un pequeño lazo dorado. Debajo de un montón de ropa sin clasificar que siempre acaba guardándose en el último cajón de la cómoda, donde caben desde medias hasta botones sueltos, gorros de lana y pulseras demasiado extravagantes para lucirlas. Le recuerda a otro regalo que sigue reposando en su estantería, sólo que este estaba atado con una cinta roja. Nunca llegó a dárselo, quizá porque se dio cuenta a tiempo de que no era oportuno, no era el regalo ni el destinatario perfecto, qué va, sólo quería añadir un poco de emoción a los días de entre semana y pretendió hacer como si ese regalo sin motivo no escondía una razón bajo el papel de envolver… Menos mal que nunca se lo dio, piensa ahora, que aquellos días en los que lo llevaba en la cartera siempre acaban en una sonrisa tonta de camino a casa pensando “hoy tampoco…”. Pero este es diferente, para bien, lo que necesitaba, se dice… Y vuelve a pensar lo que guarda el último cajón de la cómoda. No es su cumpleaños -queda meses para eso-, falta un mes para navidad y tampoco es un aniversario de nada -¿cuándo se dieron el primer beso?, no lo recuerda, lástima, pero podría decirte que han pasado 10 horas desde el último…- Un regalo sin más, porque desde la noche en la que le contó aquella historia de cuando era niño supo que no podría resistirse a entrar en la librería al día siguiente y preguntar si existía la posibilidad de volver a traerle un poquito de infancia, ahora que dicen que llega el frío de verdad. Dejarlo en la puerta y salir corriendo, para no tener que cumplir con el ritual de dar las gracias y sonreír por compromiso, aunque está segura de que le gustará, sí, seguro…Quitar el papel y ver la portada, y luego encontrar la nota, leer la frase de la primera página y entonces sentir esa sensación de encontrarte con algo inesperado y preciso, exacto, que da justo en el centro, que de alguna forma te da aquello que estabas esperando, la confirmación de que esta vez parece que esto es de verdad…

… quizá está imaginando demasiado, quizá sólo es
un regalo envuelto en papel verde y con un lazo
dorado, sin precisión ni adivinanzas, sin ternura ni
niñez de por medio…


...es más que eso, es su forma de decirle “te quiero”…

domingo, 9 de noviembre de 2008

Hace horas que es de noche, que la lluvia se ha hecho con el paisaje, estropeando los fuegos artificiales que durante esta semana suenan cada día. La ventana abierta deja entrar algo de aire en la habitación y con el frío también se cuelan voces que pasan por la acera comentando algo que no entiendo, quizá sea un chiste, quizá una de esas confesiones nocturnas que sólo son posibles a esas horas en las que lo que digas parece quedarse entre tus labios y su bufanda. Nada más simple como ver pasar los coches por el cruce y algún que otro autobús de dos plantas despistado, haciendo la última ronda del día. Escuchar el silencio de la casa, con alguna conversación perdida escaleras arriba. Leer mensajes que van y vienen por la red, comentando rutinas y escondiendo dos o tres secretos al mismo tiempo. Comprobar que el viento no se cansa de hacer bailar las hojas del árbol que vive enfrente. Desconectar el despertador para que mañana sea la luz la que decida cuándo es el momento de abrir los ojos... Tan simple como colgar una fotografía en el armario para que te recuerde lo que tienes ahora, antes de perderlo...

lunes, 3 de noviembre de 2008

Lily's

Tiene el pelo corto y es tan delgada como el hilo que cuelga de su chaqueta setentera. Hoy va de rojo y gris, aunque suele llevar colores alegres, que siempre chocan con el cielo los días de lluvia. Sentada en el taburete, deja colgar las piernas sin que estas consigan llegar al suelo, quedándose tambaleando en el aire, como si fuera una niña subida a un columpio demasiado alto. Revisa los bastidores uno a uno, repasando cada una de las prendas, comprobando si su memoria sigue igual de viva, si puede acordarse de la historia de cada diseño. Y sí puede hacerlo. Guarda los bocetos en los cajones de su armario, los primeros, cuando solo son líneas sin cuerpos y los últimos, en los que podrías reconocer a cualquier modelo. Supongo que la tienda estará en silencio, sin relojes que molesten o música que logre entristecerle. Simplemente ella y sus toneladas de ropa. Camisas, vestidos y faldas sacadas de otra época, vistiendo maniquíes o colgadas en perchas distribuidas por el minúsculo cuarto en el que milagrosamente incluso hay un probador. Y en el escaparate, los cuerpos de esas mujeres estatuas van cambiando de color según el día, alternando ropa que incluso a tu abuela le parecería anticuada con prendas demasiado atrevidas para llevarlas al trabajo… Pero a Lily le da igual que los días pasen sin clientes o sin hacer sonar la caja registradora. Le encanta su local de paredes rosas y adornos amarillos, y sus letreros a la entrada dando la bienvenida. Se sienta en el taburete alto y ve pasar la gente por la calle cuando ya es de noche y todo el mundo regresa a casa cargado de bolsas y quebraderos de cabeza. Todo sería más fácil con un vestido rojo, piensa. Uno corto y con volantes, rojo … El que veré la próxima semana en su escaparate.